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viernes, 18 de mayo de 2018

El triciclo azul



                                                           
                                                        El triciclo azul

Nací o llegué al gran viaje de la Vida, en un pequeño pueblo de la Pampa bonaerense, aunque desde que recuerdo, me atribuí a La Pampa provincia, como el sitio por el que me puse en la línea de largada. 
Más tarde, viví efectivamente en la provincia de La Pampa y prolongué mi sangre allí, con el nacimiento de mi hijo menor. 
Pero volvamos a América, que así se llama el pueblo bonaerense donde vi la luz y donde llevé a cabo mi primer viaje importante. 
Yo debía de rondar los cuatro años y era poseedor de un triciclo azul, con el que sin haber pedido los permisos que mi edad exigía, me lancé a dar ..... ¡la vuelta a la manzana!
Pasé primero frente a la panadería de don Simón y por una acera de baldosas de pequeños cuadros, lanzado a la máxima velocidad que mis cortas piernas transmitían al triciclo, llegué a la esquina desde la que se divisaba la vía del ferrocarril. 
Giré a la izquierda y un mundo nuevo apareció ante mí. Nunca me había adentrado en esas lejanas tierras. 
Sentí un placentero temor que no me detuvo y rodé con mirada curiosa, los largos ciento cuarenta y cuatro metros que me separaban de la próxima esquina. 
Allí volví a terrenos que conocía. Cruzando la ancha calle de arena, estaba la estación de ferrocarril, que recordaba de los paseos con mis padres, para ver entrar o salir los trenes a Buenos Aires. 
Volví a girar a la izquierda y aparecieron las grandes puertas del cine con sus  coloridos afiches. A mitad de esa calle, creo recordar,  alguien me preguntó que hacía yo solo ahí, pero estaba muy bien así, descubriendo lo que después supe, era la libertad. 
Sin aflojar la velocidad y en un tiempo y espacio inmensos, llegué a la tercer esquina de la manzana. 
Nuevo giro y divisando el edificio del club Independiente, alcancé la joyería de Tossar. 
Era doblar y llegar al punto de partida. Pero todavía me separaban de la sombrerería de mi padre, la friolera de unos treinta metros. 
En ese tramo descubrí, en la unión de las baldosas, un hormiguero. Eran muchas las pequeñas figuras rojizas que con frenético andar se movían en una pequeña superficie. 
Afloró en mi un instinto asesino (con los años volvió a hacerlo muchas veces) y avanzando y retrocediendo con mi triciclo azul, desencadené un caos entre aquellos pequeños seres.
Cuando los muñecos rojizos se habían extendido por la acera, satisfecho continué hasta mi casa. 
Eso era lanzarse al mundo. 
Eso era aventura 
Y eso era una forma de aprender, que la picadura de las hormigas me generaban una reacción alérgica.


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