HERNAN CORTÉS
Tenía cincuenta y seis años y era un inútil. El país estaba
arrasado. No había trabajo, el delito se había transformado en algo cotidiano.
La ciudad se conmovió, ante una sucesión de suicidios y la depresión, cubrió
con su gelatinoso manto negro a muchos de sus amigos.
Era muy viejo para competir por los pocos puestos de trabajo
que, muy mal pagados, aparecían. Las facturas de luz, se acumulaban hasta que
era inevitable el corte del servicio. Lo mismo el gas. Hacía mucho tiempo que
había perdido la cobertura médica. Cada pequeña rotura en la casa, pasaba a
formar parte del inventario de la creciente pobreza. No se vislumbraba salida y
sentía que estaba al borde de un abismo negro, en el que caería más pronto que
tarde. La humillación, de saberse capaz de ganarse el sustento y no poder
hacerlo, lo derrumbaba.
Las charlas con su mujer, eran cada vez más tristes y grises.
Terminada la cena, tiró la posibilidad de emigrar. Contra lo que suponía, su
mujer aprobó con un gesto. Esto lo animó a avanzar en la idea y sin querer,
empezaron a ponerle nombre a los posibles destinos.
Antes de un mes, ya había hablado con los hijos y unos pocos
amigos. Notaban que los rostros de quienes escuchaban su determinación, se
ensombrecían y hasta alguien les dijo que ya “eran viejos para eso”.
Un domingo, con el mate de testigo, le dijo a su mujer que
si se iban, quizá pasara mucho tiempo sin ver a los hijos y los nietos. Ella
fue rotunda: prefiero no verlos, a que me vean vencida. Le pasaba lo mismo, sentía que había
que tener más huevos para quedarse, que para irse. El lunes compró el pasaje.
Cuando le preguntaron la fecha de retorno, la fijó en cinco días posteriores al
arribo.
Hacía ya tres horas del aterrizaje en Madrid. Había pasado
con temor el control de migraciones y rodeado por sus dos valijas esperaba que
amaneciera, mientras leía y releía el papel con la dirección del hostal en
Cibeles. Cuando el cielo invernal, tímidamente se fue encendiendo, preguntó a
un taxista el costo del viaje.
Ya vengo, dijo. Fue hasta el baño, rompió con rabia el
pasaje de vuelta, lo tiró a la taza y mientras subía al coche, pensaba. Para
atrás, no hay nada.
Juan
Martínez Autor, febrero 2013
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