Cuando decidimos construir la nueva casa, en plena
cordillera y dentro de un frondoso bosque patagónico, hicimos una pequeña
cabaña, en la que poder instalarme para iniciar el trabajo.
Fue una experiencia riquísima.
No me alcanzaban las horas
del día, para todo lo que necesitaba y quería hacer. Disfrutaba de una soledad apacible.
Temprano estaba clavando las tablas de lo que más tarde sería el taller de
carpintería. Cocinaba y hacía todas las tareas de la casa, que habían sido, naturalmente, hechas siempre por
mi mujer. Destinaba un par de horas a la lectura y a pasear por el bosque y la
montaña. El vecino más cercano, estaba a cien metros de distancia y una barrera
de zarzas y mosquetas, aumentaba esa distancia.
Lilén, la pointer, era una
silenciosa y grata compañera.
Un sábado, en el que caí rendido a la cama, una música pachanguera
me taladró la cabeza. Intenté no escucharla, pero fue peor. Cada vez con más
bronca, por el vecino desconsiderado, me revolvía en la cama.
Mala será la
convivencia si no arreglo esto, me dije y enfundándome el gorro de lana y un
pesado abrigo, salí de la cabaña para cruzar el bosque en dirección a la
música.
Lilén ni se movió de su sitio junto a la salamandra.
La noche sin luna me mostró que ninguna casa cercana tenía
sus luces encendidas, pero a la luz de la linterna seguí lo que me indicaba mi
oído. Al terminar de bordear el galpón en construcción, me sorprendieron unas
pequeñas luces dentro de un matorral de mosquetas, desde donde partía la música
estridente.
Cuando me acerqué, con la linterna apagada, inclinándome a
mirar, quedé helado y no por la temperatura.
Un numeroso grupo de gnomos, bailaban, bebían y gritaban
mientras en un improvisado escenario una banda liliputiense, hacía vibrar sus
pequeños instrumentos.
¡ me cago en San Putas!, grité. Y se
armó una desbandada de gnomos que corrían, llevándose sillas diminutas, cajas
con botellas, apagando los faroles y emitiendo unos gritos agudos que me
taladraban los oídos.
Aturdido volví a la cama.
Dudaba de mi mismo. Yo no había
bebido. La música ya no sonaba. Me levanté y bebí agua. Prendí la radio y la
programación era la normal, ningún aviso de invasión extraterrestre ni de
enanos vestidos de colores vivos.
Cuando el Sol me calentó la cara, me desperté. Puse agua
para el desayuno, pero salí disparado en busca del matorral de mosqueta. Era un
macizo de unos cinco metros de diámetro y en el centro, lo único se podía ver,
era una amplia superficie limpia. Ni rastro de farolitos ni de gnomos.
Mientras
desayunaba, tomé la determinación de arrancar las zarzas y mosquetas. No estaba
seguro de que lo visto durante la noche fuera real, pero si los hombrecitos del
bonete rojo querían nuevas juergas, tendrían que buscarse otro sitio.
Me armé
de machete y hacha y antes del mediodía estaba quemando la maleza arrancada.
Mientras el humo gris se diluía entre las ramas de los
cipreses, pensé que ahí terminaba todo. Pero no. Ese fue el inició de un
verdadero viacrucis.
Comencé a perder herramientas. Las estaba usando y al
intentar volver tomarlas, no estaban donde yo creía haberlas dejado.
Inicialmente lo atribuí a confusiones u olvidos míos, pero un martillo, que dejo
sobre el andamio, aparece en el tirante de la cumbrera. Si dejo la comida,
enfriándose sobre la improvisada mesa junto al ciprés, se desplaza sola y sin volcarse, hasta debajo de la leña
para la estufa. Y lo peor; los zapateos en el techo durante la noche, la manta,
que se desplaza hacia los pies de la cama, arrastrada por una fuerza que
desaparece con solo encender la luz. Puertas que se cierran o abren sin razón.
No había que ser muy lúcido, como para no saber, que todo
esto, era la venganza de los gnomos. Me harían la vida imposible, así que
resolví buscar una tregua.
El siguiente sábado, dejé una caja de vino Valmont junto a
una carta, en la que sin humillarme, pedía disculpas por la destrucción de su
“bailanta” y de paso, les reprochaba, tímidamente, lo que sus festicholas
significaban para alguien, que después de haber trabajado duramente, necesita
descansar. Fue automático. No hubo más pérdidas de herramientas, ruidos
extraños, ni puertas que se abrieran o
cerraran solas. Gran alivio.
Casi había olvidado estos incidentes y una tarde, que en
cuclillas trabajaba en la instalación de un ramal de agua, al sortear unas
grosellas, se me apareció un gnomo. Me quede duro y creo que me temblaba la
barbilla. No medía más de veinte centímetros con el gorro incluido. Apenas un
metro me separaba de él y pude apreciar su cara sonrojada, su mirada bonachona
y una sonrisa irónica. Se me cayó la pico de loro de la mano cuando él me
habló.
-
Me llamo Emilio, me dijo. Le
vengo a agradecer lo del vino. No hacía falta. Estuvimos charlando entre
nosotros y queremos que sepa que tiene usted razón. Después de tantos años de
reunirnos en el mismo sitio, no tuvimos en cuenta que usted había llegado.
Lentamente me eche en la tierra, boca abajo. Los detalles de
su ropa me atrapaban. Sobre todo la preciosa hechura de su cinturón, grueso,
sobre su abultada barriga, aunque no debía exceder los seis milímetros de ancho
y lo remataba una gran hebilla dorada, con la letra “E”, en relieve. Las botas
eran del mismo material que el cinturón. Se dio cuenta de mi curiosidad.
-
Es de cuero de perdiz, y la hebilla me la
regaló el Maestro orfebre de nuestra comunidad. Bueno, ya le dije que me llamo
Emilio y usted?
Néstor, dije, Néstor Martínez. Soy de La Pampa y cuando
termine la casa, nos instalaremos aquí con mi mujer y mis hijos.
-
Bueno Néstor, a partir de hoy, tiene usted
un nuevo amigo. No cuente esta historia. No le creerán y además, dirán que está
loco. Nos volveremos a ver.
Debo decir, que fueron casi diez años en los que
frecuentemente, nos encontrábamos con Emilio en el bosque. Nos contamos
nuestras vidas. El era un gnomo joven (108 años) y estaba muy ilusionado con su
casamiento. Le gustaba hacer licores y mermeladas con los frutos del bosque y
generosamente me transmitió sus recetas.
Hoy me gano la vida gracias a sus
enseñanzas.
Juan Martínez Autor - 4 de marzo 2013
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